EL SEMAFORO
CUANDO EL CAOS NECESITA UN ORDEN
La culpa de la transformación de las vías del mundo en una auténtica jungla tiene un nombre: Henry Ford. Mientras que a finales del siglo XIX las calles vivían en armonía con el paso de algún carruaje y mucho peatón, el empresario americano presumía en 1906, seguro de su capacidad visionaria, de que no solo construiría un coche para el pueblo, sino de que además sería «el automóvil universal». Y lo hizo. Dos años más tarde le daba los últimos retoques en fábrica al Ford T. Era septiembre. El 1 de octubre, su motor de cuatro cilindros y 20 caballos lo hacía rodar a una velocidad máxima de 71 kilómetros por hora. En 1913, el icónico automóvil comenzó a producirse en masa. Todo el mundo quería uno. Todo el mundo se hizo con uno. Y, de repente, la calle se convirtió en una jungla de vehículos que circulaban sin ley alguna. El aumento del tráfico, repentino y veloz, suplicaba un orden. Alguien o algo que diera el paso. Así, el 5 de agosto de 1914, solo ocho días después de que en Europa estallase la Primera Guerra Mundial y hace exactamente hoy 101 años, se instaló en Cleveland el primer semaforo eléctrico.
El primer semáforo eléctrico gestionaba el tráfico entre la avenida Euclid y la calle 105 Este, contaba con luces rojas y verdes e incorporaba un emisor de zumbidos, como su antecesor inglés. Porque, como suele suceder cuando se intenta establecer la fecha concreta del alumbramiento de algún invento moderno, la polémica sobre el primer puesto está servida. ¿Es realmente el de Ohio el primer semáforo de la Historia? ¿O es solo el primer semáforo eléctrico?
Cuarenta y seis años antes de la instalación de este aparato en tierras estadounidenses, los ingleses ya experimentaban con dos luces para regular el tráfico. Fue en Londres donde tuvo lugar el primer intento conocido de controlar la circulación a base de luces. La señal estaba ubicada frente al parlamento británico de Westminster y precisaba de la presencia constante de un policía, encargado de organizar los cruces de calles. Lo que ideó su creador, J.P. Knight, un ingeniero experto en balizas de ferrocarriles, fue un semáforo propulsado por gas, con un farol rojo y una luz verde que solamente se veían de noche, y emitía zumbidos. Uno, indicaba que el tráfico debía parar. Dos sonidos, que podía arrancar. La función del agente, abrir y cerrar el paso a través de los haces luminosos.
Este primer semáforo, el de factura inglesa, duró poco. El mecanismo explotó dos meses después de su instalación y el policía encargado de su custodia y funcionamiento falleció. Tras varios e infructuosos intentos por automatizar la señal y una vez que la Ford sembró el asfalto de sus populares modelo automovilístico, la regulación del tránsito de vehículos -un auténtico caos de accidentes, atropellos y atascos- se convirtió en una necesidad en toda regla. Y entonces llegó Garret Augustus Morgan, inventor de la máscara de gas, para adueñarse de un sistema de luces nunca patentado, desarrollado por un agente policial estadounidense, pulir su mecanismo, limar sus asperezas y plantarlo en pleno Cleveland en 1914. No fue el primer semáforo de la Historia, pero sí fue el primer semáforo eléctrico.
Mantenía, al igual que el señalizador vial londinense, los dos colores clásicos del semáforo, aún conservados hoy en día, y contaba también con un zumbido que, en lugar de respaldar la indicación luminosa, señalaba el cambio del verde al rojo esta vez. Un primitivo ámbar. En 1920, el incómodo ruido fue sustituido por una tercera luz de tono anaranjado. Podemos establecer así un tercer primer semáforo, el que se instaló en Detroit ese mismo año. Ya con tres círculos de luz. Ya como lo conocemos actualmente.
Su siguiente lavado de cara se registra en 1924, fecha de nacimiento de los primeros mecanismos plenamente eléctricos. Es en este escalón evolutivo -sin tener en cuenta el prehistórico invento de la capital británica- cuando el semáforo eléctrico llega a Europa. Berlín puede presumir de contar con el más antiguo del continente, una compleja señalización de cinco caras que tenía como peliaguda misión organizar la emarañada intersección de cinco vías conocida como la Postdamer Platz. Y Madrid con el más vetusto de España, ubicado entre las calles Barquillo y Alcalá.
El desarrollo del primer semáforo eléctrico o portador de señales -si traducimos literalmente su nombre- es cuanto menos curiosa. Buenos Aires es la ciudad con más semáforos; en Alemania se conoce al muñeco verde y rojo como «Ampelmann», un hombrecillo que en el 2008 cambió de sexo en Jaén, convirtiéndose, debido a un alegato feminista, en una mujer; Palma de Mallorca cuenta con el primero que se acciona mediante un mando a distancia, ideado para personas invidentes; y Argentina con el primero alimentado con energía solar.
Hay lugares en las que los semáforos colocados en grandes instersecciones cuentan incluso con una cuarta luz, blanca o en tonos azules, que se sitúa encima de todo y se enciende sobre la señal en cuestión que está en rojo. Vengas de donde vengas, puedes saber qué semáforos están cerrados y cuáles tienen abierto el paso. En determinados lugares, además, tienen el detalle de acordarse de los daltónicos, identificando cada color con una forma -rojo en un cuadrado, amarillo en un rombo y verde en un círculo- y en la ciudad islandesa de Akureyi las circunferencias son sustituidas por peculiares siluetas de corazón.
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