Cuando la Medicina pierde el alma o "Ante todo No Hacer Daño" (A Menos que Sea Divertido)


 Hugo Alejandro Fiallos

Médico que prefiere las aspirinas a las autopsias.
Dicen que la medicina es un acto de amor, pero algunos la practican como si fuera carniceria con bisturí.
Y no, no hablo de los errores médicos inevitables, sino de esa frialdad quirúrgica que convierte al paciente en un caso, en una estadística… o en un “ya no hay nada que hacer” dicho con voz de robot.
Hay momentos en la historia en los que la Medicina, esa ciencia que promete aliviar el dolor y preservar la vida, se vuelve un laboratorio del horror.
Porque, a veces, la medicina se olvida de ser humana.
Y lo más escalofriante no es el bisturí ni la jeringa, sino la frialdad con la que algunos deciden que tienen derecho a jugar a ser Dios.
Y cuando eso pasa, no queda mucho que curar.
La historia demuestra que el conocimiento sin ética es tan peligroso como la ignorancia con poder.
Durante siglos, los médicos fueron vistos como casi divinos: los que conocían los secretos del cuerpo, los que tocaban la vida con sus manos.
Pero claro, el poder siempre es una droga peligrosa.
Y cuando mezclas ciencia, ego y una bata blanca, el resultado puede ser tan tóxico como un cóctel de morfina con narcisismo.
Imagina que vas al médico porque te duele la cabeza. Él te mira con esa sonrisa de "todo está bajo control", te receta una pastillita y, voilà, problema resuelto. O eso creemos. Pero ¿y si te dijera que, en algunos casos, el tipo con el estetoscopio alrededor del cuello ve tu visita como una oportunidad para jugar a ser Dios... Bienvenidos a la consulta de los horrores éticos, donde la medicina pierde el alma y gana un Oscar a la comedia negra. No, no es un episodio del Dr. House.; es la realidad,ha ocurrido ates, sigue ocurriendo ahora y lamentablemente, continuara ocurriendo en el futuro.
Por eso hoy, en esta columna, y dado que estamos en la semana dedicada a los medicos de mi pais, vamos a repasar estos eventos, siempre tratando de ser frios y realistas, pero si perder el toque de ironia y sarcamo que me gusta tanto. Porque si no te ríes de lo absurdo, ¿qué te queda?
Empecemos por Harold Shipman, el Doctor británico que hace que tu dentista parezca un santo. Este buen hombre, educado en las mejores escuelas médicas, era el médico de cabecera ideal: simpático, carismatico, amable, puntual, y con un don para "aliviar" el sufrimiento ajeno. ¿Cómo? Inyectando heroína —sí, la misma heroina que te venden en la calle— a sus pacientes, abuelitas solitarias que confiaban en él como en un nieto pródigo. Entre 1975 y 1998, se estima que despachó a unas 250 Personas, falsificando certificados de defunción con la gracia de un falsificador de cheques. "¿Causa de muerte? Ah, vejez natural. Nada que ver con esa sobredosis que le di mientras charlábamos del clima". Se considera el peor asesino serial DE LA HISTORIA. No en vano fue conocido como el Dr Muerte. Fue condenado solo por 15 asesinatos. Shipman se suicidó en la cárcel en 2004, probablemente para evitar que lo inyectaran a él.
Y si Shipman era el asesino serial con bata blanca en un barrio inglés, Joseph Mengele era su versión de circo de horrores. Este "científico" nazi, con doctorado en antropología de las universidades más prestigiosas de Alemania, aterrizó en Auschwitz en 1943 como el ángel de la muerte con guantes quirúrgicos. No contento con supervisar las selecciones para las cámaras de gas, Mengele montó su laboratorio personal: experimentos en gemelos, niños y prisioneros: Inyectaba químicos en los ojos para cambiarles el color (porque, claro, el Reich necesitaba ojos azules), cosía gemelos para crear siameses artificiales (¡progreso médico!), o los exponía a frios extremos para "estudiar" la supervivencia (spoiler: no sobrevivían). Todo justificado como "avance para la patria". Gracias a él y sus colegas, nació el Código de Núremberg en 1947, que básicamente dice: "Oye, experimentos humanos? Solo si pides permiso y no los matas en el proceso". Progreso ético forjado en el fuego del infierno. Bravo.
Y no olvidemos que en tuskegee, Estados Unidos, el gobierno dejó morir a cientos de hombres afroamericanos en un estudio de sífilis, solo para “observar” el curso natural de la enfermedad. Pero les hacían creer que les daban medicamentos. Y no crean ustedes que fue hace tiempo, fue en 1972
Todo eso, con bata blanca, con protocolos, con jerga médica.
Y aunque hoy los experimentos humanos clandestinos parecen cosa del pasado, la deshumanización sigue viva:
En las cirugías estéticas innecesarias, en los ensayos clínicos en países pobres, en los médicos “influencers” que recomiendan suplementos milagrosos mientras el paciente real se muere esperando atención, o aquellos que decian en plena pandemia, donde miles morían en los hospitales que las personas no se vacunaran, que no era para tanto.
La compra y/o receta de medicamentos de baja calidad a cambio de viajes, becas o plata.
El problema no es la medicina, es el médico que se cree infalible.
El que diagnostica sin mirar a los ojos, el que confunde empatía con pérdida de tiempo, el que piensa que escuchar al paciente es opcional, como ponerse guantes.
Ese es el punto exacto donde la medicina pierde el alma: cuando el conocimiento se divorcia de la compasión y se casa con la soberbia.
Hoy el médico moderno no necesita un campo de concentración para perder la ética; basta con un perfil en Instagram o en TikTok.
Los milagros ya no se hacen en hospitales, sino en las stories: “Rejuvenece 20 años con mi tratamiento exclusivo”, “Desintoxica tu cuerpo en tres días con mi formula”, “Adelgaza sin dejar de comer (ni de pagar)”.
Y claro, detrás de cada promesa hay un negocio, no una vocación.
Antes el médico decía “esto te va a doler”, y lo decía con pena.
Ahora eso lo dice el cirujano plástico mientras te pasa la factura y te ofrece un plan de financiamiento.
La medicina se ha vuelto una especie de espectáculo: un circo con luces LED donde la salud es el producto y el paciente, el público que aplaude aunque salga sangrando.
Pero no todo está perdido.
Aún existen los médicos con alma.
Los que te tratan con humanidad, aunque trabajen en hospitales donde el aire acondicionado es una leyenda urbana.
Los que usan bata blanca, no para lucir poder, sino porque aún creen que sanar es más importante que facturar.
Los que, en medio del caos y la burocracia, todavía recuerdan que detrás del expediente hay alguien que tiene miedo, dolor y esperanza.
Médicos que honran su vocación, que curan sin buscar aplausos y que recuerdan que detrás de cada diagnóstico hay una persona, una madre, un padre, una hija, una hermana.
A esos hay que aplaudirles de pie.
Porque practicar medicina en tiempos de algoritmos, recortes presupuestarios y pacientes con doctorado en Google, requiere más vocación que nunca.
Porque cuando la medicina olvida la compasión, deja de ser medicina y se convierte en una forma elegante de crueldad.
La medicina sin alma no se nota en los libros, se nota en los silencios.
En la consulta de tres minutos.
En la indiferencia ante el dolor.
En el “vuelva la otra semana” que suena más a despedida que a seguimiento, porque saben que es tarea imposible conseguir un cupo.
Y lo más irónico es que el avance científico que debería acercarnos al bienestar nos ha vuelto más fríos.
Tenemos robots que operan con precisión milimétrica, pero seguimos sin saber escuchar.
Tenemos inteligencia artificial para diagnosticar, pero seguimos sin inteligencia emocional para acompañar.
El alma de la medicina no está en los laboratorios, ni en las universidades, ni en los congresos internacionales.
Está en la mirada del médico que se sienta, que pregunta, que no ve números, sino personas.
Y cuando eso se pierde, da igual cuántas especialidades o maestrías tengas: curas cuerpos, pero dejas morir almas.
Así que sí, la medicina puede perder el alma.
Y lo más peligroso es que, cuando lo hace, nadie lo nota al principio.
Porque La Medicina no pierde el alma de golpe.
Se le va muriendo poco a poco, cada vez que el dinero pesa más que el juramento hipocratico, cada vez que se ve al paciente como un negocio y no como persona.
Se va desangrando lentamente, entre consultas, protocolos y selfies con bata blanca.
Y mientras tanto, el paciente sigue ahí, esperando que alguien recuerde que, antes de ser ciencia, la medicina era —y debería seguir siendo— un acto de humanidad.

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